9 sept 2010

la fiesta: son lentejas

Sara.
Imagina una mujer de piel morena, algo gordita, de ojos marrones intensos y pelo negro; labios gruesos sin llegar a ser llamativos. Esa mujer es condenadamente guapa, pero se esconde bajo una especie de saco que ella llama su ropa porque le da vergüenza que la gente vea que le sobran unos kilillos. En mi opinión, y es una opinión que debería tenerse en cuenta dado mi extenso historial, eso es una gansada. Si alguien, yo, por ejemplo, se fija en esa mujer, es inútil que esconda sus encantos: yo sé que están ahí. Sé cómo es su piel, se exactamente cómo se siente uno al hablarle a ella a la cara, en voz baja, mientras las manos acarician de arriba abajo sus costados desnudos.
Sé que ella dará un respingo si mi nariz sube de su vientre a su ombligo y hay una cosa que no sé. Si prefiere lánguidos lengüetazos o mordisquillos en sus pechos plenos.
Soy Arturo Carenys, neurocirujano jefe del hospital de San Pedro el Gorrino, en la Conchinchina, un hombre respetado y honrado en la sociedad porque la sociedad es idiota. Además de neurocirujano etc., soy un asesino aficionado, pero bastante bueno. Mejor que muchos “profesionales”. Mi especialidad son las mujeres de raza árabe. ¿Qué por qué? Pues podría deciros un millón de cosas, pero en realidad es porque están muy buenas. La gente no se fija, ven un velo, un turbante, un comosellame el camisón ese que llevan y no ven lo que hay debajo: no ven los pechos bailando, la carne jugosa de los muslos rozándose, los cachetes del culo temblando... y todo morenito.
Vale, mucha gente, llegado este punto, me dice: Y si tanto te gustan, ¿por qué las matas? Parece mentira que a estas alturas de civilización haya que explicarlo a esta sociedad podrida, pero lo haré con un símil, que para algo soy capaz de generarlos. Por lo mismo que los toreros matan a los toros: no encontrarás a nadie que ame a los toros más que un torero... y sin embargo, los mata. Lo mismo para mí con las moritas: las amo tanto que tengo que matarlas. Entran en juego la tradición, la filosofía y el peso la historia, la cultura y la pasión, no espero que lo entendáis, pero me basta con que pilléis la idea. El torero es un ser singular, fuertemente atribulado y sujeto a sus pasiones. Como yo, aunque yo estoy más en el tema de las pasiones que en lo de estar atribulado, y bueno, soy más plural que un singular torero. Eso sí, los dos necesitamos ver correr la sangre del objeto de nuestro deseo.
Como en los toros, cuando un toro es especialmente noble, bravo y encastado, es indultado y se le deja vivir hasta el fin de sus días en la pradera, venga a follar vacas y contemplando amaneceres sin estrés. Eso, eso exactamente, es lo que me pasó con Sara. Vino a mi casa, empezó a limpiar los cristales encaramada a la escalera y yo, lamento decirlo, me puse como un berraco. Pero el ver cómo se movía su brazo circularmente y con él, cómo rebotaban todas las carnes de su apretadita anatomía, me puso en el disparadero. Y disparé. Tuve una polución involuntaria.
Ella sonrió y siguió limpiando y yo, confuso, la seguí por toda la casa y venga a polucionar (ni siquiera en mis mejores noches poluciono tan generosamente) todo el rato: que ella se pone de rodillas o se agacha para recoger algo de debajo del sofá… o simplemente por el puro placer de poner el culo en pompa, y yo, ¡zas! poluciono; la veo limpiar la bañera con los guantes rosas y poluciono; la veo fregar platos y poluciono; loquito, me tiene.
Pensaba matarla el primer día que vino… pero es que no pude de tanta polución. En principio, lo pospuse y otro día que andara menos turbado, podría asesinarla sin más ceremonias. Pero fue imposible. Ella me turba más, mucho más… es mucho más turbadora que cualquier otra mujer que yo haya conocido. Más que yo mismo en mis años gloriosos. Así que la indulté. Y entonces, igual que un toro en su dehesa, esta mujer era libre de moverse por donde quiera (siempre dentro de los límites de mi piso) sin miedo a que un torero le clavase la espada y la desangrase. Vale, mucha gente piensa que vaya indulto es tener que limpiar mi casa… pero no es así, en serio, ella era feliz. No le pedí jamas que cumpliera un horario. Ni que cocinara esto o aquello. Sólo le pedía que me dejase mirarla mientras limpiaba. Y eso hacía todo el rato, la miraba y cuando llevaba un rato, no me hacía falta nada más, un intenso calor me recorría como una onda expansiva desde ahí en medio hacia los extremos de mi anatomía (aclaración, probablemente, innecesaria: los pies y la cabeza) y era como si el mundo cobrara sentido y todo encajara a la perfección.
Empezó a cocinar sin que yo se lo pidera, y, como a mí también me gusta, competíamos en hacer los mismo platos, cada uno según su estilo.
Un día me dijo: eres tú el que no sabe hacer lentejas: déjame a mí.
Compré, siguiendo sus instrucciones, una bandeja de esas de hipermercado con un cuarto de cordero hecho chuletas. Viene un poco de todo. Vale, ella lo deshuesa y le quita el exceso de grasa y de tendón y echa todo eso en una olla a presión y lo deja cociendo, haciéndose un sustancioso caldo mientras prepara todo lo demás.
Lo demás, dices.
Lo demás, es:
• Cortar en trocitos pequeños la carne de cordero y freírla en una cacerola con un poco de sal y el suelo de aceite. Se añade una cabeza de ajos entera.
• Mientras se fríe y se churrusca un poco el cordero, se va picando, mejor a mano, y echando, en este orden: un pimiento verde, una cebolla y un tomate maduro (pelado).
• Cuando está pochada la verdura, se añaden las lentejas y se rehogan unos cinco minutos. Se añade un poco de sal, perejil y abundante hierbabuena (imprescindible) y en una redecilla pequeña, o un instrumento similar, para que nadie corra peligro de comérselas, tres o cuatro piezas de cayena enteras.
• Se echa entonces el caldo de cordero y se deja cocer una hora y media. Antes de terminar, se pesca la cabeza de ajos y se pasa por el chino para añadirlo al guiso.
• Para acompañar, hacer un cuscús especiado (bien de curry, si te gusta). Se sirve en cazuelita de barro, poniendo primero el cuscús amarillo en el centro y las lentejas alrededor.
Aquello estaba delicioso. Me dijo que era así como las hacía su madre, y entonces lo entendí todo. Ella era un ser humano. Con su familia. Con su corazoncito. Con sus recuerdos. Yo no tenía ningún derecho a privarla del mundo, ni a privar al mundo de ella. Abrí el cajón que llevaba cerrado tanto tiempo, saqué la llave de la casa y se la di.
- Cuando termines esta comida, si quieres, puedes irte – le dije. Hice que se sentara a la mesa y terminé yo de ponerla – Hoy, te sirvo yo. – La vi sentada, de espaldas, y su nuca parecía sonreírme. Tenía el pelo recogido en un gracioso moño, y en su cuello color café con leche, al contraluz, se adivinaba una minúscula pelusilla absolutamente adorable. - ¿Falta algo, Sara…?
- El pan, señor – dijo ella y, cosa rara, no polucioné. En las pocas veces en que la miraba y ella me hablaba… me pasaba eso. Esta vez no.
De modo que cogí de la cocina una barra de pan y el cuchillo, una botella de vino para celebrarlo y al llegar de nuevo al comedor y verla tan hermosa, de espaldas, tiré el pan al suelo, le rompí la botella en la cabeza, la agarré desde detrás del ridículo moño y le abrí la garganta con la sierra del cuchillo del pan.
Fue horrible tener que recogerlo todo.

5 sept 2010

Adiós a todo eso: un cuento nada erótico

Había una vez un tipo con dos dedos de frente. Nació como los demás, tal vez un poco más colorao y creció como se espera que crezca un ser humano, hacia arriba, y también en saber y gobierno, aunque no demasiado en este sentido, si hemos de ser rigurosos y todo lo demás.
Un día, sin saberlo, se conectó a internet. Descubrió los chats, las letras de las canciones, YouTube y los blogs y al día siguiente, quiso entender para qué podría él utilizar aquello y se lanzó: propagaría su obra por todo el mundo y todos descubrirían, al fin, el genio que era. Dos días después, se cansó de todo aquello porque un enanito cabrón le dijo en un sueño que todo aquello era de mentira y él comprobó que su obra no se había propagado por el mundo, sino que languidecía en un limbo indeterminado y hostil a sus sentimientos más profundos. Vio que todos los aspectos de su vida se desvanecían como un puñado de fina arena entre sus dedos  incapaces. Y no sabiendo qué hacer, decidió cerrar su vida dospuntocero y seguir escribiendo, cuentos y canciones, anuncios y cartas, listas de la compra y formularios.

A ver qué te parece esta forma de despedirse de eso.


Sed buenos.