Mi padre hubiera cumplido ayer 88 años. Mi padre, de larga sombra y larga luz, de largas manos, largas piernas, larga nariz y larga y encorvada espalda. Mi padre con sombrilla en los labios, el mar de un día nublado en la mirada, el gesto amable y casi siempre un poco cansado y la sonrisa difícil pero sincera y deslumbrante. Mi padre, de español catalanizado, catalán a trompicones, inglés que parecía alemán y risa infrecuente pero bravía. Mi padre, que soñaba sueños posibles, de vaso de vino de taberna en el desayuno, de madrugones cariñosos, de entrega a su hija torcida y moreneta. Mi padre, de canto destonado y atronador, de cantar alegre y despreocupado, y de contar de anécdotas extrañas que no puedo olvidar. Mi padre, jubiloso y trabajador, hacedor único y secreto de unas celebradas gachas, una asombrosa y deliciosa salsa de tomate y un siempre vitoreado cóctel con ginebra y angostura, cuyas recetas murieron con él.
Mi padre, que cuando hablaba y quería explicarte algo, extendía sus manos y parecía el Dios Que Calma Los Mares, tan apaciguador era su gesto. Mi padre que, ingenuo, quiso explicarme unos días antes de que fuera a casarme (con 24 años, ya) como era la cosa esa de traer niños al mundo. Mi padre que pocos días antes de morir, me dijo: “Oye, Jordi, tu trabajo, exactamente, ¿en qué consiste?”
Mi padre al que extraño con toda mi alma y al que mis hijos no pudieron conocer. Mi padre hermoso en mi recuerdo, enorme en su gigantesca ausencia, presente en todas las lágrimas que lloro a chorros mientras se me escapan estas líneas de entre los dedos. Mi padre vive en mi cabeza pero, ¿sabéis? no es suficiente. Mi padre que me falta, mi padre que me amaba, mi padre que un día dejó de ser hombre y pasó a ser recuerdo, pero que nunca dejó de ser mi padre.
Para sentirse seguro, nada como la oreja de papá |
Aun así… felicidades, papá.
No sabes cuánto te echo de echo de menos, papá.